Las autonomías, tal y como las concebimos en nuestra América Latina, son procesos de resistencia mediante los cuales las etnias, pueblos y naciones soterradas, negadas u olvidadas recuperan su identidad a través de la reivindicación de su cultura, sus derechos y sus estructuras político-administrativas. Las autonomías no están dadas. No existen per se. Por el contrario, adquieren razón de ser en cuanto se consolidan durante la modernidad los estados-nación. La constitución de la lucha por la autonomía tampoco se genera de la noche a la mañana. Para que se convierta en una demanda política y cultural se requiere de uno o varios sujetos autonómicos que la demande. La autonomía tendrá que irse construyendo, junto al sujeto autonómico, en la lucha por espacios políticos, sociales, económicos y culturales en los niveles locales, nacionales e internacionales; en la reforma jurídica para lograr crear las condiciones, ahora, de un ejercicio autonómico; en la capacidad de adaptar campos de competencia y la delegación de atribuciones y responsabilidades propios de un régimen de autonomía a las tradiciones y los marcos constitucionales, y a las condiciones históricas de nuestros países; en la necesidad de incorporar a los distintos grupos regionales en proyecto democrático de autonomía. Las autonomías, sea cual sea su naturaleza, son también procesos de negociación entre los sujetos autonómicos que, a raíz de las relaciones de dominación en que se finca el Estado-nación, van adquiriendo conciencia de la necesidad de preservar su identidad y los grupos. Hablamos de negociación no en el sentido de sacrificar convicciones o principios, sino el sentido de avanzar en la resistencia que pretende frenar los intentos homogeneizadores del Estado-nación conforme a la ideología liberal del proyecto burgués imperante